viernes, 22 de febrero de 2019

Cine: La Escalera de Jacob ("Jacob´s Ladder")

Sin ningún motivo más que el fugaz recuerdo de algunas de sus imágenes más sosegadas (de Manhattan), he revisionado "Jacob´s Ladder" (1990) de Adrian Lyne. 

LA ESCALERA DE JACOB ("JACOB´S LADDER")


La excusa fue un pase televisivo de su también magnífica "Infiel". La extraordinaria belleza de ambas, en polos opuestos de lo que podríamos entender por este concepto, me hace revalorizar cada vez más a este soberbio director. Primero y asociado a esta excusa, me ha fascinado su capacidad para retratar Nueva York con una fotografía tan cercana, en ciertas intenciones, en films tan diferentes y de géneros tan dispares. Es esa capacidad para captar el color de forma tan melancólica (algo que ya se atisbaba en "Nueve Semanas y Media"), lo que hace tan perdurable su comentario emocional en lo relativo a la fotografía. Pero además como narrador, Lyne demuestra una capacidad asombrosa para atrapar al espectador, independientemente del género que aborde en cada película, con una infinidad de recursos visuales y su yuxtaposición exacta en función del drama expuesto.

"La Escalera de Jacob" es thriller psicológico sobre las secuelas de la guerra, la pérdida y la locura. Pero es también un tratado visual de lo que podría definirse como una pesadilla sin fin. En el primer número de la magistral "Sandman", Neil Gaiman proponía como castigo a un atrevido mortal que se la intentaba jugar a la deidad Sueño de los Eternos, una sucesión interminable de pesadillas en las que el pobre diablo despertaba de una para vivir otra peor, y así sucesivamente hasta el infinito. No creo que haya mejor definición de locura y desesperación. Lyne convierte la anécdota en largometraje y lo hace con una fisicidad tan intensa y un imaginario visual tan perturbador, que la experiencia deviene en asfixia sensorial.

El guión de Bruce Joel Rubin tiene ideas magníficas, que a veces se suceden sin demasiada coherencia, hasta que el giro final (uno de los más impactantes y desoladores de la historia del género de terror), nos hace reconfigurar la trama y unir los distintos niveles narrativos. Tim Robbins hace un buen trabajo, la partitura de Maurice Jarre es soberbia (con un collage conceptual étnico, coral y electrónico escalofriante que contrasta con el preciosismo melancólico de su tema central a piano), la fotografía de Jeffrey L. Kimball superlativa, pero es en la puesta en escena y la realización de Adrian Lyne donde se sublima el valor artístico y autoral de este título a reivindicar.

Y si hay que ponerle nota: ****

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